«Atreverse a la Paz»

Intervención de Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, en la apertura del Encuentro Internacional de Oración por la paz “Atreverse a la Paz” en el Auditorium Parco della Musica de Roma (26-28 de octubre 2025)

Estamos en un momento inquieto, en medio de graves preocupaciones y esperanzas de que se solucione uno de los conflictos más dramáticos de nuestro tiempo. Sería una gran señal en un tiempo caracterizado por la fuerza, que ha rehabilitado la guerra como herramienta primaria para que la gente persiga sus intereses y sus planes.
Se han encendido algunas luces (y nos alegra), que son luces al final de un túnel. Pero constatar que la guerra ocupa un gran espacio en el horizonte no es pesimismo. Estamos en el tiempo de la fuerza, que ha humillado las instituciones que nacieron para hacer realidad la paz. El 24 de octubre se celebró el ochenta aniversario de las Naciones Unidas, cuyos estatutos empiezan así: “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos  a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles…” Son palabras que brotaban de pueblos que habían vivido la guerra y sus dolores, y sentían que era un flagelo. Para los romanos, el flagelo era una herramienta de suplicio tremenda.
La edad de la fuerza está revolucionando negativamente lenguajes y relaciones entre pueblos, y está envenenando la cultura del diálogo y la diplomacia. Ha pisoteado el derecho internacional, que ha sido considerado como un legalismo burocrático, cuando en realidad es un fruto de la civilización. Ha puesto en el alma de la gente una carga de agresividad cuyos efectos todavía no se conocen. Ha negado, con los hechos, que los pueblos tengan un destino común. Lo ha hecho con una ideología construida recuperando mitos enterrados, nacionalismos y miedos antiguos y nuevos.
La edad de la fuerza encaja perfectamente con la afirmación de un tecnocapitalismo global. Con lucidez y valentía el presidente italiano Mattarella, al que saludo y a quien doy las gracias, ha dicho: “No queremos rendirnos a la perspectiva de una sociedad dominada por oligarcas o, mejor dicho, por privilegiados, según el censo, la falta de escrúpulos o la indiferencia hacia los demás, que se insinúa eliminando los valores de igualdad, de solidaridad y de libertad”.
Si miramos atrás, nos preguntamos cómo hemos llegado a la edad de la fuerza, a una sociedad dominada por unos pocos. El valiente impulso no violento, que derrumbó los regímenes que robaban la libertad, derribó el Muro y desencadenó lo que llamamos globalización: un mundo conectado como nunca. Pero la globalización se hizo solo a medias: solo de capitales, de tecnología, de mercado. Una globalización a medias. El papa Francisco, con franqueza, dijo: “no se aprovecharon adecuadamente las ocasiones que ofrecía el final de la guerra fría por la falta de una visión de futuro y de una conciencia compartida sobre nuestro destino común. En cambio, se cedió a la búsqueda de intereses particulares sin hacerse cargo del bien común universal. Así volvió a abrirse camino el engañoso espanto de la guerra. Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal”.
Esta definición fulminante de la guerra es un legado de un gran papa. El mundo unificado no ha eliminado la guerra. Escribe un estudioso italiano, Aldo Schiavone: “Un mundo unificado solo en los grandes centros de mando tecnocapitalistas, –las megaempresas privadas supranacionales que controlan una cantidad cada vez mayor de recursos– queda abandonado a una total anonimidad y a una disgregación total…  queda desestructurado… sin ningún tipo de gobernanza que pueda estorbar el poder (de unos pocos)”.
No se ven alternativas. La globalización ha echado a perder una gran parte del pensamiento humanista: lo vemos en el vacío actual de maestros de la vieja Europa. Ha echado a perder la globalización del espíritu, el encuentro entre les religiones, que es fuente de humanismo y de humanización, que pone a la mujer y el hombre en el centro. Porque en el fondo de cada religión se encuentra el valor de la persona. No solo en la Misná, sino también en el Corán, encontramos la confianza de que quien salva un hombre, salva el mundo entero. La edad de la fuerza no es antirreligiosa, como lo fueron anteriores épocas belicosas, sino que ha aprendido a utilizar las religiones para consagrar conflictos e intereses. Crecen nuevas religiones de la prosperidad para bendecir la carrera hacia la autoafirmación: su objetivo es el éxito y el dinero. Y por desgracia el mundo de las religiones experimenta un proceso de fragmentación, que lleva a reducir el ecumenismo y el diálogo.
No se ven alternativas. Esto provoca sentimientos de impotencia que generan indiferencia: los tímidos se alejan y cada uno se centra en sí mismo. Ya nadie cree que haya mucha historia por escribir, sino solo un presente que vivir o en el que sobrevivir.
Las religiones vienen de lejos y tienen una larga historia: han cultivado la fe en Dios, valores, como la paz o el respeto del hombre, soportando épocas terribles. Y la nuestra no es la más terrible, aunque no sabemos qué pasará mañana. Las religiones vienen de un lugar lejano que es más que lejano, y no renuncian a acompañar a la humanidad hacia el futuro. Escribe Abraham Heschel: “Solo se ha tendido un puente sobre el abismo de la desesperación, el puente de la oración. Y lo que construye la oración es el grito de angustia que se hace percepción de la misericordia de Dios”.
Las religiones han luchado entre ellas, a veces incluso han cedido a la violencia; resguardadas detrás de murallas, se han despreciado entre ellas. También es cierto que ha habido grandes excepciones. Religiones hermanas hacen pueblos más hermanos. Del siglo XX heredamos una gran conquista: los conflictos religiosos y el desprecio entre religiones ya solo son de los extremistas, cuyo odio por la vida humana pone de manifiesto que en ellos no hay el Dios de las grandes tradiciones religiosas, sino un ídolo que justifica el poder a través del terror. En el siglo XX los muros entre religiones se agrietaron y cayeron. No es poco. Los humanistas volvieron a interesarse por las religiones. En estos años el diálogo ha puesto de relieve las convergencias, sin esconder diferencias sustanciales. Pero las religiones enseñan que el mal no vence. Y el rostro más atroz del mal –lo vemos hoy– es la guerra, que desfigura al hombre y es la madre de todas las pobrezas.
El 28 de octubre de 1965, hace sesenta años, el Concilio Vaticano II promulgaba un texto, Nostra Aetate, sobre las religiones. Su punto de partida era una constatación: “En nuestra época… el género humano se une cada vez más estrechamente y aumentan los vínculos entre los diversos pueblos”. Existe la percepción de una incipiente globalización que afecta a las religiones. ¿Qué hacer? “No podemos invocar a Dios como Padre de todos si nos negamos a comportarnos como hermanos para con algunos hombres creados a imagen de Dios”. Eso es lo que representó plásticamente Asís en 1986 en la invocación que revela “fratelli tutti” (“todos hermanos”).
Así se repudian el alejamiento y el odio entre las religiones (“todas las manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona”). Se abrió una época de diálogo, encuentro y fraternidad, que no son fáciles en mentalidades que tenían arraigado el alejamiento. La raíz del diálogo –dice la Nostra Aetate– es esta: “Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen”. Las religiones, con sus diferencias irreducibles, son conscientes de ello.  El diálogo, poco a poco, ayuda a descubrir que los pueblos son una sola comunidad.
El diálogo es el terreno de encuentro de las religiones. Pero también es intrínseco de ellas. Afirmaba Pablo VI: “La religión es por naturaleza una relación entre Dios y el hombre. La oración manifiesta en el diálogo dicha relación». El tímido diálogo de los primeros años estalló en el gran encuentro que convocó Juan Pablo II hace casi cuarenta años, el 27 de octubre de 1986 en Asís. Siguiendo su espíritu y su estela, la Comunidad de Sant’Egidio prosigue aquel camino inspirándose en las palabras que el Papa dijo al terminar aquel encuentro: “La paz es una obra abierta a todos y no sólo a los especialistas, a los sabios y a los estrategas. La paz es una responsabilidad universal”.
El espíritu de Asís sigue soplando, a pesar de los vientos de guerra. Las religiones tienen una fuerza de diálogo, desarmada pero convincente, que pueden utilizar, con todos, para lograr la transición, tan necesaria, de la edad de la fuerza a la edad del diálogo y de la negociación.
El diálogo no es aún la paz, pero sí es reconocer que el otro forma parte de mi futuro. El diálogo significa “nunca más sin el otro”.  Desintoxica un mundo “dominado por el gusto de la poderosa droga de la guerra, que crea dependencia”, escribe Hedge, un gran corresponsal de guerra. La droga obnubila y hace olvidar lo necesaria que es la paz. La guerra es el extremismo de la polarización, la realidad que rompe la sociedad e incluso la democracia.
De la edad de la fuerza y de la guerra a la edad del diálogo y de la negociación: debemos hacer sentir nuestro peso en este cambio. Con esa intención tenemos que hacer nuestras oraciones. Tenemos que crear una irrupción de mujeres y hombres corrientes en la historia, sin violencia, practicando el diálogo, con ideas fraternas y visiones de paz. En una sociedad disgregada, como lo son muchas, donde domina la dimensión del yo, donde la comunicación queda reducida a poco más que las redes sociales, donde todos gritan polarizándose, el diálogo debe volver a estar en el centro de la sociedad y de las relaciones entre los pueblos.
La jaula en la que estamos es el pesimismo. El pesimismo nos hace bajar los brazos y nos hace pensar que el mundo está perdido detrás de sus demonios, que no existe un gran plan y lo único que conviene hacer es salvarse a uno mismo. Un maestro, Paul Ricoeur, decía: “Por radical que sea el mal, no es tan profundo como la bondad. Y la religión, las religiones, tienen un sentido: liberar el fondo de bondad de los hombres, ir a buscarlo allí donde se oculta”. Eso es atreverse a la paz: liberar el fondo de bondad, que es voluntad de paz y de vivir juntos. Esta es nuestra fuerza, que nos hace pasar de la edad de la guerra a la edad del diálogo y de la negociación. Hacer la paz no es magia de un día, pero cuando empieza el diálogo ya se degusta el sabor de la paz. Porque dialogar es descubrir que el otro es como yo. El novelista alemán Erich Maria Remarque, que luchó en la Primera Guerra Mundial, da voz a los combatientes del primer conflicto mundial en Sin novedad en el frente, libro que los nazis quemaron. En el libro habla de un soldado de diecinueve años que descubre la humanidad del enemigo: “Compañero, yo no te quería matar… ¿Por qué nunca nos dijeron que sois unos pobres desgraciados como nosotros, que vuestras madres se angustian por vosotros como las nuestras lo hacen por nosotros, y que tenemos el mismo terror, y la misma muerte y el  mismo sufrir? Perdóname, compañero. ¿Cómo podías ser tú enemigo mío? Si dejamos estas armas y estos uniformes, podrías ser mi hermano”.
Nosotros queremos empezar el diálogo antes de que otro compañero muera.

Andrea Riccardi, historiador, fundador de la Comunidad de Sant’Egidio [Roma, ITALIA 1950]

En 1968 fundó la Comunidad de Sant’Egidio. Es historiador de la Iglesia. Es experto en pensamiento humanista contemporáneo y una voz autorizada del panorama internacional. Es estudioso de la Iglesia en época moderna y contemporánea, y también del fenómeno religioso en su conjunto. Ha recibido numerosos premios y distinciones, como el Premio Balzan 2004 por la humanidad, la paz y la fraternidad entre los pueblos, el Premio Carlomagno 2009, otorgado a personas e instituciones que se han distinguido particularmente en la promoción de una Europa unida y en la difusión de una cultura de paz y de diálogo, la Orden al Mérito de la República Federal Alemana en 2020.
Desde el 16 de noviembre de 2011 hasta el 27 de abril de 2013, Andrea Riccardi ocupó el cargo de Ministro de Cooperación internacional y de Integración del Gobierno italiano. El 22 de marzo de 2015 fue elegido presidente de la Società Dante Alighieri Andrea. Riccardi también ha desempeñado un papel de mediación en varios conflictos y ha contribuido a alcanzar la paz en algunos países como Mozambique, Guatemala, Costa de Marfil o Guinea. En consideración por su trabajo por la paz en junio de 2018 recibió la ciudadanía honoraria de Asís. Entre sus publicaciones más recientes están: La Iglesia arde. Crisis y futuro del cristianismo (2022) Arpa editores; La scelta per la pace, meditazioni tra Biblia e historia (2022) Morcelliana; Il grido della pace (2023) Edizioni San Paolo.

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