«Frustrar las expectativas que tengas sobre mi es lo mejor que me puede pasar». Cuando en una conversación con uno de mis hijos oigo esa frase dirigida a mí y a continuación añade: “…porque vosotros pertenecéis a un tipo de familia antigua, tradicional que no va conmigo”. Esto, dicho sin aspavientos, ni tensión alguna, de manera fría y directa, sin subterfugios, con convencimiento pleno, me deja helado. No se que decir.
Mi mente no está preparada para esa afirmación. La segunda parte de la frase, sí, la comprendo, yo también pude pensar en mi juventud algo así con respecto a mis padres. Es natural, pero para asimilar lo de «las expectativas» confieso que mi mente no está preparada. Quizás me han educado en otro planeta.
Pienso justo lo contrario. No me gustaría defraudar las expectativas sobre mí de nadie. Será por mi formación y vivencia católico-cristiana, surgida en un tiempo de valores tangibles e intangibles que todos respirábamos quisiéramos o no.
Pero esta frase me deja meditabundo y algo triste. ¿Toda una vida, para esto?
Si eso piensa esta generación para guarnecer y defender su identidad y fortalecer sus ideas ante los otros, comenzando por sus seres queridos, es que el trato que a ellos les ha dado la sociedad (donde crecieron junto a nosotros) ha sido «aplastante».
Les ha impuesto un duro caparazón “tortuga ninja” con que protegerse.
Nosotros, los padres y/o abuelos, no hemos tenido esas defensas dialécticas que nos protegiesen del resto.
Pero, echando la vista atrás, mirando a mis padres, ellos no necesitaban un estado defensivo. No necesitaban exponer sus ideas para defenderse, sencillamente porque la dialéctica de la idea era secundaria ante la propia vitalidad de sus convencimientos, de su vida.
Miraban la realidad de cara, no de perfil como nosotros. Nosotros encontramos una sociedad ya hecha que nos ayudó a salir adelante, no había que arrancar como hicieron ellos. Se estaba desarrollando ya un país en progreso e industrialización.
Nuestros abuelos echaron la simiente, y cultivaron el trigo con mucho sudor. Nuestros padres ensancharon las tierras de cultivo y las trabajaron a tope. Nosotros trabajamos, pero recogimos de su mies y comimos de ese pan.
¿Y nuestros hijos?
Se educaron y crecieron en una sociedad complaciente. «Nosotros bien, ellos mejor». No les faltó de casi nada. Más bien lo contrario.
Yo creo que sí les faltó algo que para nosotros lo supuso todo: el esfuerzo de cercanía entre generaciones. Sin percibir su importancia real nos desentendimos de su interioridad, quizás porque nuestra generación la fue perdiendo anonadada por un mundo que nos atrapaba y aún lo hace. Ese abismarse en el progreso procuró su despegue y quizás la culpa es nuestra.
Poco a poco las cosechas han ido a peor. Llegaron los años de vacas flacas, como en la historia de José en Egipto. El país ya no ofrece ni trabajo suficiente ni sueldos acordes con el nivel de vida adquirido en nuestra generación. Mantener ese nivel ahora cuesta el doble
En casa de mis padres un sueldo fue suficiente para todos. Y éramos seis. En mi caso también tuve suerte, aunque, ya no era lo más normal.
Hoy, con un solo sueldo la vida de una pareja no puede subsistir, ni siquiera sin tener un buen trabajo cada uno. Y para tener hijos, educar y mantenerlos hay que pensarlo mucho. Una heroicidad.
Si, fuimos, somos «la generación de en medio» personas privilegiadas que han vivido una fase de una suerte original, singular, crucial e irrepetible.
Ellos miran nuestra historia como un cuento de hadas y no saben si realmente lo que les contamos fue real. Tal es su situación de perplejidad ante nosotros.
Por ese motivo el acompañamiento entre ellos y nosotros ha de ser más cercano, apuntando a lo esencial, de tal modo que propicie un diálogo maduro, de comprensión mutua y si es posible, desde padre y madre al unísono, no solo por parte de uno de los dos, evidentemente cada uno con su personalidad y estilo.
La generación de en medio aún no ha cumplido su misión, debe completarla.