El Homo Sapiens en su laberinto

Vivimos un momento clave en la historia de la Humanidad. Los efectos catastróficos del cambio climático —hambrunas, inundaciones, incendios y calor extremo— ponen en jaque nuestra existencia misma. En todo el mundo, la pobreza, la discriminación, la violencia y la exclusión están privando a millones de personas de su derecho a las cosas indispensables de la vida: salud, seguridad, agua limpia para beber, un plato de comida o un lugar en un aula.

La pandemia de la COVID-19 ha trastocado nuestro mundo, poniendo en peligro nuestra salud, destruyendo las economías y los medios de vida y agudizando la pobreza y las desigualdades. Los conflictos, como el de Ucrania, siguen haciendo estragos y no dejan de agravarse.

Nunca en la historia de la humanidad hemos tenido necesidad de tantos recursos aunque bien es verdad que hemos sido siempre capaces de saciar esa casi ilimitada voracidad del Homo Sapiens. Desde la revolución agrícola y el inicio de la diabólica progresión geométrica del crecimiento demográfico, la carrera entre producción de alimentos y población la ha venido ganando holgadamente la primera: en los últimos 500 años, la población se ha multiplicado por 14… y ¡la producción humana por 240!

Pero ya hay señales claras de que esos recursos no son infinitos y que la presión sobre el planeta empieza a mostrar sus límites. Hay que gestionar lo que tenemos de forma sostenible, es decir, que siga facilitando nuestra vida y la de las generaciones futuras. ¿Seremos capaces? ¿Es todavía posible?

En realidad la comunidad internacional conoce muy bien todos estos desafíos. La ambiciosa Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre de 2015, proporciona una visión global y compleja de cómo pueden combinarse múltiples objetivos para afrontar un desarrollo sostenible. Se trata de 17 objetivos precisos para erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad para todos como parte de una nueva agenda de desarrollo sostenible. Cada objetivo (ODS) tiene metas específicas que deben alcanzarse en 2030. Para alcanzar estas metas todo el mundo tiene que hacer su parte: los gobiernos, el sector privado, la sociedad civil, las universidades y cada uno de nosotros.

Cuando estamos a mitad camino de la agenda que se inició en el 2015 y nos faltan unos 8 años para su consecución, los resultados no son alentadores.

En pleno siglo XXI de avances tecnológicos y milagrosas revoluciones agrarias una de cada 9 personas no tiene acceso a un derecho humano tan básico como es el derecho a la alimentación, a vivir. Hoy, en nuestro planeta, hay unos 700 millones de personas que mueres por causas relacionadas con el hambre, y la cifra sigue en aumento -tras décadas de avances- precisamente desde que se firmó la Agenda 2030 en Nueva York.

¿Por qué entonces siguen millones de personas muriendo de hambre?

La respuesta es por la pobreza o, dicho mejor de otra manera, por la riqueza: unos tenemos mucho y otros muy poco. El ya tristemente famoso 1 por ciento de la población posee el 46 por ciento de toda la riqueza generada en el planeta. Estas desigualdades han generado una sociedad donde a una amplia capa no le llegan los beneficios colectivos.

Hoy vivimos en un mundo más rico, pero también más desigual que nunca. La pobreza extrema, el primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, había disminuido continuamente durante casi 25 años pero en 2021, por primera vez en el transcurso de una generación, el objetivo de poner fin a la pobreza sufre su peor revés y vuelve a crecer.

Un mundo en el que el 1% de la humanidad controla tanta riqueza como el 99% restante nunca será estable. Para decirlo sin ambages: los más ricos son cada vez más ricos y los más pobres son cada vez más pobres.

La desigualdad y la discriminación son algunos de los desafíos que definen al mundo actual. No solo representan un obstáculo para la realización del derecho al desarrollo, sino que también se encuentran entre las principales amenazas para la paz, la seguridad y los derechos humanos en todo el mundo.

Por su parte los objetivos medioambientales reclaman una acción urgente para la conservación del planeta y el cambio climático se ha convertido en el mayor desafío para el desarrollo sostenible. Estamos librando una guerra suicida contra la naturaleza, como ha señalado el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres. Corremos el peligro de traspasar un umbral sin posible vuelta atrás y de acelerar unas crisis que podrían tardar siglos o incluso milenios en solucionarse. Nuestro clima, nuestro medio ambiente y nuestro planeta son bienes comunes globales de importancia crucial que debemos proteger para que puedan disfrutarlos todas las personas, tanto en el presente como en el futuro. Ya se han alcanzado los 1,2 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales, y la temperatura sigue aumentando rápidamente.

Según la ONU, se agota el tiempo para tomar acciones y el riesgo de alcanzar el peligroso umbral de los 1,5 grados centígrados a corto plazo es inminente. Cada fracción de grado hace que se pierdan vidas, medios de subsistencia, activos, especies y ecosistemas. Tendríamos que reducir drásticamente las emisiones cada año para que en 2030 se haya logrado una reducción del 45 % y, en 2050, las emisiones netas de valor cero, como ha señalado claramente el grupo de expertos de la ONU, y, sin embargo, continúan subiendo las temperaturas.

En fin, el resultado final de esta ambiciosa agenda dependerá de si los encargados de la elaboración de políticas y las partes interesadas logran integrar e implementar las distintas acciones para alcanzar dichos objetivos. El desarrollo sostenible es un desafío universal cuya responsabilidad colectiva recae en todos los países y en cada uno de nosotros.

La crisis actual del multilateralismo sin embargo no es un buen augurio para alcanzar los compromisos colectivos necesarios para una gestión adecuada de nuestro planeta. Las recientes crisis de la pandemia y el conflicto de Ucrania han cogido a la comunidad internacional con el pie cambiado, en el peor momento de la cooperación internacional -multilateralidad es el término técnico- de los últimos años.

En este marco de inseguridad, ha crecido la conciencia de una nueva vulnerabilidad, se ha instalado en nuestra sociedad una nueva forma de pesimismo colectivo que afecta a las raíces mismas del proyecto moderno y sus declinaciones históricas, dando lugar a una especie de ansiedad volcada sobre el futuro. Es una nueva forma de la perplejidad en la que nos encontramos y que genera un nuevo desasosiego que afecta a los dispositivos políticos, económicos y sociales.

Pero ese pesimismo no debe frustrar nuestras esperanzas de seguir adelante por un camino que no tiene alternativa. El statu quo ya no es una opción, como bien dice el ya conocido lema: no tenemos un planeta B. Por tanto, todos los países deberían introducir cambios fundamentales en su forma de gestionar los recursos naturales y la distribución de ingresos entre la población. Es la única forma garantizar un futuro seguro, justo y saludable para todos.

En ello nos jugamos el futuro del planeta y el de las próximas generaciones.

Enrique Yeves Valero

WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Telegram
Email
Facebook